Y
como siempre llegan esos momentos en esta vida en los cuales hay que ser
valiente, desafiar a la fortuna, enfrentarse cara a cara con la muerte, la
desesperación, el horror, echarle un par de huevos u ovarios al asunto, encomendarse
al dios o santo vacante, y tirar para adelante, opté, a fin de tramitar aquella
solicitud del Certificado de Antecedentes Penales, a la que hacía referencia,
fiel lector, en la primera parte de este amargo artículo, fracasada la
corriente tradicional u ortodoxa, por la vía telemática.
Para ello, necesité comprobar que mi
DNI-e continuaba operativo, amén de un lector de tarjetas adecuado al objeto,
la instalación de un programa actualizado y perder mi tiempo y el de mi hermano
(veterano en estas aventuras informáticas), hasta averiguar cuál era el dichoso
programa y configurar el ordenador; lo que, leído así en dos líneas tecleadas a
toda prisa, podrá parecer coser y cantar; nada más lejos: la cosa requirió un
respetable descornamiento, completando el experimento a base de acierto y
error, muchas cagadas pronominales en múltiples difuntos y ascendientes
latentes y una sorprendente fortaleza psicológica capaz de controlar los
impulsos destructivos. Superado el trago, el 29 de octubre quedó registrada la
segunda solicitud (previo pago de otros tres euros y setenta céntimos, perfecta
y eficientemente deducidos de mi cuenta), preocupándome por descargar y guardar
a buen recaudo los pertinentes justificantes de entrada y cobro. Como soy
hombre de gustos sencillos (un maldito conformista del montón), me contenté aquel
día con que, en el registro de solicitudes del Ministerio, hubiese quedado todo
medianamente aceptable, celebrando el éxito con bombo y fanfarria hasta aquejar
a los vecinos; sin embargo, para mi desgracia, como si un tuerto (con perdón)
se ocultara en los trasfondos del sistema, empecinado en vigilar mis acciones,
pese a su limitación visual, comprometiéndose los gestores a notificarme por
correo electrónico la disponibilidad del certificado, volvieron a pasar los
días sin noticia alguna. Ya que desde el Ministerio se habían fijado la utópica
marca de tres días para ofrecer el certificado, respetando el puente festivo y
la resaca del mismo, me puse en contacto de nuevo por teléfono a los cinco días
hábiles. Al no dignarme a abandonar la nefasta senda (soy cabezota), ahora me
topé, al otro lado de la línea, con una singracia de cuidado, quien, con talante
áspero y desdeñoso (propio del arrogante funcionario con trabajo vitalicio), me
espetó que el plazo estimado era de diez días hábiles, que esperara. Ni mis
ruegos de urgencia, ni mis ayes lastimeros, ni el hecho de que un trabajo
estuviera en juego infundieron piedad en el gélido corazón de la funcionaria,
despidiéndome con mucha antipatía. Transcurridos doce días, el certificado ni
estaba ni se le esperaba. Volví a llamar, y esta vez, oh felicidad, la atención
fue afable. Extrañada por el supuesto, la señora o señorita sí me recomendó
que, tratándose de una solicitud informática, la reclamación la formalizara de
igual modo, a través de un correo electrónico al efecto. Consejo que no me dio
la rancia de días atrás, haciéndome perder un valioso tiempo… Pero bueno,
llegado a este punto, por ir resumiendo, los correos electrónicos se sucedieron
con cada puñado de hojas del calendario, recibiendo siempre respuesta idéntica:
algo como estamos resolviendo su problema o su reclamación está siendo atendida;
una respuesta estándar, automática.
Era demasiado tarde… Había decidido
mandar a tomar por saco el trabajo, cuando se me comunicó la expedición del
dichoso Certificado de Antecedentes Penales, fechado el 24 de noviembre de
2016, de manera que podía descargarlo a voluntad, con una caducidad de noventa
días (para ellos, el plazo sí era capital).
Nada del otro mundo, el certificado.
Un folio A4, firmado electrónicamente (tanto para reconocer las cuatro y diez
de la tarde, como hora), con un insulso escudo de España en el margen superior
izquierdo y encabezado por el órgano emisor, que certificaba que no constaban
antecedentes penales relativos a quien suscribe; es decir, poder, lo que se
dice poder, podía haber antecedentes penales; lo que ocurría, oiga usted, era
que al Registro no le constaban.
Rememorado en frío, con la perspectiva ofrendada por la
distancia, el asunto tampoco fue para tanto, la verdad. A veces la pasión se
impone a la razón, y nos dejamos llevar por los impulsos, quejándonos por gusto.
A fin de cuentas, el magnífico documento sólo me costó dos solicitudes, siete
euros y cuarenta céntimos (más gastos de envío), tres llamadas telefónicas,
cinco correos electrónicos, una configuración del ordenador, un lector de
tarjetas, una asistencia fraterna, una cantidad indeterminada de arrebatos y
dos meses… Casi nada… Todo es respirar hondo, armarse de paciencia y asumir que,
aun demandando la futilidad, seguirá volviendo mañana.
Lucenadigital.com, 28 de febrero de 2017
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