Aguardo
mi turno en una clínica cordobesa. Estoy solo en la sala de espera, que es
espaciosa y luminosa, amenizándola con la lectura de un artículo de
investigación publicado en una de las revistas a disposición de los pacientes
(la oferta es variopinta, y aglutina portadas imposibles, desterradas de los
estantes del kiosco del barrio). Afuera, el sol de la mañana es intenso, aunque
me queda vetado, capado por el cortinaje del lugar. Los asientos son unos
cómodos sillones, escogidos en tonos beis y castaños, que se reparten en un grácil
juego de alternancia que contrasta con la limpidez de un espacio albo,
contaminado, quizá, por el dudoso gusto vanguardista colgado en las paredes. De
fondo, una música suave pretende excusar al valor del silencio, engañar a la
tristeza de la soledad.
En éstas, aparece un paciente mayor,
octogenario. De complexión fuerte, algo sobrepasada de peso por la edad, los
hombros todavía conservan el vigor de la juventud y la dura faena, la cual
debería confirmarse a poco que uno se fija en sus manos grandes y recias, al
punto, venosas; su cuero cabelludo permanece íntegro, resguardado por un espeso
pelo gris blanquecino, cortado a tijera. Viste ropa cómoda, clásica, neutra,
sin matices en el color. Anda despaciosa y trabajosamente, ayudado por una
muleta que porta en su brazo derecho; el siniestro lo apoya en el de un hombre
adentrado en la cuarentena, de complexión y rasgos faciales semejantes, quien asumo
que es su hijo. El atuendo de éste abraza esa moderna informalidad que habría
de denostarse, por chabacana: cazadora y pantalón vaqueros, gastados y
descoloridos, camiseta con deforme figura estampada y zapatillas que claman un
centrifugado en la lavadora (o dos). Deja a su padre en el sillón de una de las
esquinas y él ocupa su perpendicular. Al instante, se representa idéntica
escena, con protagonistas femeninas. Aparece, así, la madre: pelo corto y
blanco, ropa oscura, andar dificultoso y pesado, se sirve de una muleta en su
diestro, mientras que el izquierdo reposa en el de una mujer entrada en los
cuarenta, quien, cómo no, se atavía con ese estilo casual. Asiste a la anciana con mucho respeto, durante el trayecto y
cuando la sienta en el sillón aledaño al de su marido, tratándola de usted,
para ocupar ella otro al lado del hombre más joven. Ambos son pareja. No están
casados, pues no se observa anillo en ninguno de los dos… Y ahí los tengo a los
cuatro, delante de mí, sentados en ángulo recto, a la espera de su turno. Dos
parejas, dos generaciones, y unos cuarenta años de diferencia.
Los ancianos permanecen callados,
brazos descansando en los de los sillones, muletas posadas en la mano opuesta a
la del otro y mirada al frente, perdida en un punto indeterminado, sin ver
nada, únicamente los recuerdos que nunca se apagan, aquellos que la vida colocó
en el momento justo en el cual jamás serían olvidados. Ni siquiera parecen
escuchar la música, la ignoran, como todo el maldito mundo que les rodea, y que
ya no es su problema, porque cumplieron con su parte; será el de otros. El de la
pareja más joven, por ejemplo, que, contrariamente, ha intercambiado dos
palabras y se enfrasca ahora, con voluntad alienada, en los móviles,
compitiendo por quién de los dos quiebra antes la pantalla, maltratándola, a
base de vehementes tecleados y deslizados con las yemas de los dedos, en un
absurdo entretenimiento que, poco a poco, merma y destruye la condición humana.
De repente, soy testigo de un gesto
maravilloso y conmovedor. Es un gesto mínimo, íntimo, apenas perceptible, que
ha acontecido reservadamente, codiciando la discreción. La pareja de ancianos
mantiene sus manos en los brazos de los sillones contiguos, muy próximas una de
la otra. Entonces, el hombre mueve su dedo meñique, sólo el meñique, y acaricia
con él la mano de su esposa. Es una caricia dulce, plácida, serena. Una caricia
almidonada por la tibieza de la confianza, por los años de convivencia, por las
experiencias vividas. Es una caricia que dice aquí sigo, aquí estoy. Aquí
seguimos, aquí estamos, aún aquí. Uno junto al otro, como siempre. Hasta el
final.
Y no sé si es la tierna simpleza de la caricia o si es la
dignidad del resignado estatismo de los ancianos, esa honrosa quietud ante la
propia conciencia del límite energético que los lleva a reducir la comunicación
a una microexpresión, pero la entrañable pareja me acaba de provocar un hondo y
emocionante cariño, y un sincero respeto, que dibujan en mi rostro una sonrisa
de perfiles nacarados, cuando el tiempo me había dispensado la venenosa
creencia de la incapacidad de diseñar. En cambio, la pareja más joven,
aborregada por la distracción luminiscente del móvil, tan cercana y a la vez
tan lejana, me inspira una aflictiva compasión, a la cual no tolero amortiguar
el nácar de mi sonrisa.
Surdecordoba.com, 01 de marzo de 2017
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