Hace
ciento ochenta años, don Mariano José de Larra se descerrajó un tiro en la
cabeza, cansado de la envidia y la infamia, decepcionado de España y roto el
corazón tras la decisión de Dolores Armijo, su verdadero amor, de poner fin a
la relación que mantenían, para retornar a los brazos de su marido. Unos cuatro
años antes de la tragedia, en enero de 1833, Larra publicó en El Pobrecito Hablador un artículo
mordaz, satírico, crítico, costumbrista, xenófilo, titulado «Vuelva usted
mañana». Comenzando con aquello de «Gran persona debió de ser el primero que
llamó pecado mortal a la pereza…», narra las peripecias de un francés, monsieur
Sans-délai (el Señor Apresurado, el Señor Sin Dilación), para resolver unos
trámites documentales en España. Partiendo de sus referencias gabachas, prevé
el buen hombre dejar resuelto el lance en quince días: «Quince días, y es
mucho», asegura. Conteniendo a duras penas la risa, se cuida Fígaro, alter ego de Larra, de advertirle sobre
el osado cálculo: «… permitidme que os convide a comer para el día en que
llevéis quince meses de estancia en Madrid». «¿Cómo?», pregunta Sans-délai sin
terminar de comprender del todo. «Dentro de quince meses estáis aquí todavía»,
sentencia, tajante, Fígaro. En efecto, cada paso es un suplicio para el
extranjero, pues, acudiendo a la expresión «vuelva usted mañana», los prohombres
encargados de solventar solicitudes y demás vicisitudes, sin preocupaciones ni
prisas, van demorando el trabajo («La pereza es la verdadera intriga», explica
Larra), hasta que, pasados seis meses: «“A pesar de la justicia y utilidad del
plan del exponente, negado”». Por supuesto, al francés, indignado, se le llevan
los diablos: «¿Para esto he echado yo mi viaje tan largo? ¿Después de seis
meses no habré conseguido sino que me digan en todas partes diariamente: “Vuelva
usted mañana”, y cuando este dichoso “mañana” llega en fin, nos dicen
redondamente que “no”? ¿Y vengo a darles dinero? ¿Y vengo a hacerles favor?…».
Monsieur Sans-délai regresa a su tierra, convencido de su desventaja como
extranjero, de su desconocimiento de las costumbres locales, y amenazando con pregonar
el mal ejemplo español entre sus paisanos: «Soy extranjero. ¡Buena
recomendación entre los amables compatriotas míos!». (Cuando el español se
propone dar referencias de un francés sólo se le pueden venir a la cabeza
palabras como amabilidad, bondad, cortesía, urbanidad, llaneza o humildad; y
nunca, jamás de los jamases, por Dios, se le pasarían otras del tipo
arrogancia, vanidad, petulancia o maquinación y ejecución de atentados contra
camiones de fruta españoles… o contra carros de fruta, hace doscientos años).
Algo parecido, vaya, me ocurrió hace
unos meses. Era el caso que, por cuestiones laborales, precisaba de un
Certificado de Antecedentes Penales, documento expedido por el Registro Central
de Penados del Ministerio de Justicia. Trámite ordinario, fácil y rápido, el
cual se puede gestionar vía telemática, aunque, por carencias logísticas y de
intendencia, opté por la vía tradicional. Calculé, entonces, entre enviar la
solicitud y recibir el certificado, unos quince días (adviértase la similitud).
Imprimido el formulario de solicitud (modelo 790, que tanto vale para el
Certificado de Antecedentes Penales como para el de Actos de Última Voluntad
—para algunos, la muerte no deja de ser una condena—), al alcance de un neonato
en la página web del Ministerio, lo rellené con la mayor diligencia de la que
fui capaz, cuidando de no hacerme pasar por fallecido, y el pasado 27 de septiembre,
aboné la correspondiente tasa: tres euros y setenta céntimos (percátese del
simbolismo de la cantidad, acorde con la trivialidad de la tarea), remitiendo
la solicitud por correo certificado al siguiente día. Hasta aquí, tranquilo. El
problema llegó cuando empezaron a pasar los días, quince, veinte, treinta, sin
obtener respuesta ministerial en forma de documento oficial. Comprobada la
diligencia de la mensajería (la solicitud ganó destino el 29 de septiembre),
localicé los teléfonos de atención al ciudadano del Ministerio (un 902 y un 91,
ojo; absoluta libertad para elegir la clavada en la factura telefónica). Ring,
ring, y una señora o señorita muy amable y agradable, ante mi ilustración,
extrañada por la demora, consultó la base de datos, informándome de que mi
certificado me había sido enviado el 4 de octubre (¡cinco días después!) por
correo ordinario, de modo que no había forma de constatar un seguimiento; me
aconsejó, además, que me dirigiera a Correos, pues el extravío se debería a una
negligencia de su servicio, sin duda. Llamé, por ende, a Correos; de la
dirección me pasaron con reparto, y reparto me juró, palabrita del Niñito
Jesús, que allí no se había recibido nada parecido, apostillando que, como es
notorio, esa gente del Ministerio mentía más que hablaba, por lo cual, lo de
haberme enviado el certificado, era una falsedad con las agravantes de
prevalencia del carácter público del culpable y reincidencia. Y basta… Total, debía
reiniciar el trámite.
Pero las desgracias que con posterioridad me
acontecieron, intrigado y cotilla lector, bien merecen segunda entrega.
Lucenadigital.com, 01 de febrero de 2017
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