Como
es arriba, es abajo; como es abajo, es arriba. La correspondencia, uno de los
siete principios del hermetismo, está patente más que nunca en nuestra
sociedad. O eso parece, a la vista del personal que pulula por la calle con la
cabeza siempre agachada, como humillado. Pero, al contrario que la enseñanza
recogida en El Kybalion, no se
observan las maravillas y los secretos de la tierra para buscar su reflejo y
respuesta en el cielo. No. El personal inclina la cabeza ante el poder
dominador del teléfono móvil.
El móvil, suerte de deidad que procesionamos
ininterrumpidamente, se ha convertido en una prolongación de nuestro cuerpo.
Cada día, las innovaciones incorporadas, los avances tecnológicos en
telecomunicaciones lo transforman en un instrumento más funcional. No sólo
podemos comunicarnos inmediatamente, tanto de forma oral como escrita, el móvil
nos permite realizar compras y operaciones bancarias, consultar el correo,
actualizarnos con la noticias del mundo, leer libros, ver películas o
televisión, buscar toda la información disponible en la red, escribir textos,
compilar archivos, jugar, apostar, reservar mesa en un restaurante o habitación
en un hotel, o un billete de tren o de avión… Las múltiples y variadas
aplicaciones nos facilitan desde retocar una foto, hasta invertir en bolsa;
desde encontrar pareja en un radio de un kilómetro, hasta aparcamiento en cien
metros; desde pagar sin tarjeta o efectivo, hasta cerrar y firmar contratos;
desde cebar nuestro voyerismo, mientras comprobamos las cámaras de vigilancia
que hemos instalado, hasta capturar, gracias a ellas, la imagen o la palabra
precisa para deshacernos de ese trabajador que nos resulta un incordio; desde
solicitar cita en el médico, hasta hacerlo en la Agencia Tributaria. Desde la
cama, desde el autobús o desde la tumbona de una playa paradisíaca, el móvil
nos mantiene comprometidos con el trabajo, con los amigos y con las
obligaciones cívicas. Todo en un plis plas, a un ligero toque de pantalla, todo
rápidamente, sin apreciar que esa instantaneidad nos conduce a concebir el
tiempo cada vez más expansivamente. Que en un minuto somos capaces de realizar
varias actividades y, cual adicción insaciable, codiciamos duplicarlas o
quintuplicarlas, experimentando la relatividad promulgada por Einstein como si
no existiera límite. Sin embargo, frente a las cualidades de la magnitud
física, la ambición de multiplicar quehaceres en idéntico periodo de tiempo,
acelera nuestro ritmo de vida. Caemos en la ansiedad y el estrés, siendo la
velocidad tan desproporcionada que el único modo de detenernos es chocando
contra un muro. Después, tocará soportar las heridas.
La vida a través del móvil nos impide afrontar
la realidad tal y como es, puesto que la filtramos, recurriendo a los
objetivos, chips, procesadores y sistemas operativos de los dichosos aparatos,
y ya sólo entendemos como cierta aquella realidad que nos brindan los píxeles
de su cámara y su pantalla. Menospreciamos nuestra memoria y nuestro sentido
visual, lo que de humano tenemos, para abandonarnos a la dependencia hacia una
máquina.
Cualquier acontecimiento, bueno o
malo (la visita a un museo, la asistencia a un concierto, un accidente, una
cena con amigos, una puesta de sol…), lo presenciamos a través del móvil; esto
es, sacamos el móvil y hacemos fotos o grabamos vídeos como si la cordura nos
fuera en ello, y, en lugar de contemplar el hecho enfocando directamente
nuestra visión sobre el mismo, recurrimos a la intermediación del artefacto.
Asistimos a la escena no por nosotros per
se, sino por la imagen que capta nuestro teléfono. Vivimos sin vivir, pues,
en verdad, contemplamos postales o películas. Una realidad destilada, o sea,
por un utensilio que nació con vocación de ir encogiendo, aunque ahora lo
preferimos agrandado, a fin de reparar con mejor nitidez en los perfiles
obtenidos por su cámara. Vivimos derramando por el camino la oportunidad de
conservar admirables tesoros en nuestra memoria, aquellos procedentes de una
experiencia pura, plena, abarcadora de todos los sentidos concentrados en un
único empeño: que la última célula de nuestro cuerpo disfrute de la emoción del
momento. Emociones y sentimientos a flor de piel. Emociones y sentimientos
acendrados, completándonos como personas, como humanos. Porque la vida a través
del móvil aniquila la íntegra funcionalidad de los sentidos, mitigando la
experiencia, empobreciendo nuestra condición natural como especie… ¿Y para qué?
¿Para la difusión por redes sociales? ¿Para la eliminación, cuando se llene la
memoria del teléfono, indicador del colmo de nuestra propia memoria?
Los estultos fanáticos de la tecnología vaticinan una
nueva humanidad, bajo los auspicios de una informática mucho más práctica, la
cual facilitará nuestra vida habilitando una diversidad de acciones sin
movernos del lugar. Yo afirmo que, sin desdeñar los puestos de trabajo que se
perderán, cuando la informática conquiste nuestra cotidianeidad, la humanidad
desaparecerá. Pero esto bien puede ser materia diferida a un próximo artículo.
Lucenadigital.com, 01 de noviembre de 2016
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