Para
algunos la vida es sólo una excusa para la lírica. Para componer versos en
rimas infinitas de apacible existencia. Para Luis Ángel Ruiz, cerrateño de
cincuenta y nueve años, la vida es eso: la premisa básica para la poesía. No
entendida como conditio sine qua non,
sino como el peaje necesario, el precio que gustoso paga para cultivar la
composición poética. Por ello, reside en Lucena, trabaja en Cabra y termina de
saciar sus ansias culturales en Priego, porque el lugar no importa; en el
fondo, queda reducido al espacio donde la métrica y la rima, donde el verso se
hace poesía.
Son pocos los años que llevo de
conocer de Luis, quizá tres o cuatro, desde que se integrara en la Asociación
Cultural Naufragio; aunque los
considero suficientes como para dar fe de su generosidad desinteresada, de su
sensibilidad vital y de su compromiso con la creación literaria. Así, me congratulo
de poder teclear hoy en torno a su último poemario, 31 noches desde abril, reunión emblemática, a modo de legítima
biografía autorizada, de su pasado reciente. Treinta y una noches para treinta
y un poemas escritos «… bajo luz de luciérnagas…» desde aquel idílico mes de
abril, en el cual, los vivarachos efugios del destino, por momentos propensos a
la sorpresiva felicidad, guiaron sus pasos hacia tierras sureñas. Sin embargo,
la sorpresa se asienta en la tristeza del ánimo, en una aflicción, que no es
sino la distancia precisa para incrementar la potencia del impulso, al ser
lanzado (el ánimo) hacia ese súbito bienestar.
El principio, entonces, es el
decaimiento de la despedida:
Recuérdame
en azul, frente a la luna,
cuando
al amanecer
mirábamos
despacio
sonreír
nuestras sombras voladoras
de
un amarillo tibio
y
un blanco indefinido.
Recuérdame
en azul, amor, sin más,
mirando
junto a ti
al
horizonte verde
soñarse
en nuestras manos transparentes
y
en los labios naranja de la aurora.
Y el ahogo de la soledad demandada
para afrontar el porvenir:
Fiel
a su cita suena el reloj del insomnio.
Las
tres. Siempre las tres.
Por
el cristal penetra la angustia de la noche.
[…]
Me
levanto. El cristal es la autopista
hacia
la inmensidad del tiempo roto.
Miro
la vaguedad del otro lado,
lejano
y solo. Sí, lejano y solo
[…]
Las
tres. Sólo han pasado diez minutos
y
empiezo a sospechar que los segundos
serán
granos de arena, ardiente y fría,
por
la que habré de caminar, descalzo,
hasta
el oasis verde de la aurora.
Pero el autor pronto se rehace, y
descubre las maravillas de las nuevas experiencias. Con este talante,
homenajeará, a través de versos exultantes, todo aquello que sus sentidos
perciben y sus sentimientos filtran. Emociones cargadas con las imágenes que,
como fotografías de un instante inmortal, comienzan a dulcificar su dicha. De
tal manera, Priego, «Pregón barroco entre montañas marinas», «Enclave entre dos
sueños…», «… se abre a la luz entre aceitunas recias»; su recomendación al
«Viajero, / ven, entra y desenrédate en mis calles, / por este dédalo de caras
blancas. / […] / Qué sosiego, qué paz, cuánto destello / […] / Tú y yo, en
comunión, Villa y viajero, / por la calle Real, ya todo recto…»; o Sevilla, cuando
«La ciudad sucumbía con la espuma de sus palabras vírgenes», serán perfiles que
alumbrarán algunas de esas noches de inspiración lírica, con irradiación clara…
y oscura, como en ese cementerio de Yuste, donde descubrió «Cientos de cruces
en hileras. Cientos / de gargantas / rasgadas de dolor».
Sin duda, para el poeta, el amor resulta
ser una fuerza más, tal vez la primigenia, o la razón del perpetuo movimiento,
el quid de esta autobiografía en verso: «Sí, yo amo porque siento / un íntimo
deseo de ternura. / […] / Sí, yo amo mientras vivo / y vivo mientras amo…».
Amor que, en lo que de humano condensa, no siempre es capaz de contener
aquellos restos de los cuales germinan los axiomáticos brotes de melancolía,
recopilados por la nocherniega habilidad de Ruiz en «Él y ella» o «Adolescencia
en Palencia».
A pesar de todo lo tecleado hasta
ahora, si tuviera que resumir en una palabra 31 noches desde abril, emplearía, desde luego, la palabra color. Pues el color (azul, amarillo,
verde, rojo…) inunda la obra como «Una emoción en la paleta intensa», al punto
que, en las postrimerías del poemario, alcanzada la vigesimoséptima noche y
almacenada tanta y tan rica variedad de colores, Luis Ángel, sirviéndose de
pinceles fabricados con cerdas de versos, pinta «Un cuadro —Paul Cézanne—»,
que, inapelablemente, «… late sin querer en amarillo».
Ya durante su noche final, el autor acabará confesando
que «Nací en algún lugar sin nombre…». Y es que Luis Ángel Ruiz, con su
incansable búsqueda del próximo verso, se ha convertido en un poeta sin patria.
Por suerte, lo hallaremos allí donde esté su poesía.
Lucenadigital.com, 01 de septiembre de 2016
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