«A esa pregunta, tan infantil, mis amigos
siempre contestaban lo mismo: “Los coños”. Yo en cambio contestaba: “El olor de
las casas de los viejos”. La pregunta era: “¿Qué es lo que más te gusta en la
vida?”… Estaba destinado a la sensibilidad. Estaba destinado a convertirme en
escritor. Estaba destinado a convertirme en Jep Gambardella». Con esta inoportuna
reflexión de Gambardella —personaje interpretado de manera sobresaliente por
Toni Servillo—, que acota con tinta amarga su fiesta de cumpleaños, y de la que
hace cómplice al espectador, el director y guionista napolitano Paolo
Sorrentino introduce el título de la película con la que merecidamente ganó el
Óscar. Y el Globo de Oro, el BAFTA y el Premio de Cine Europeo.
La gran belleza (2013) narra el periodo
depresivo del escritor Jep Gambardella, quien, en plena fiesta de su sexagésimo
quinto cumpleaños, vislumbra la posible certeza de su decadencia creativa, el
truncamiento de ese destino. En su juventud, escribió una novela, El aparato humano, con la cual obtuvo un
fulgurante éxito, aunque también ha supuesto su agotamiento como escritor.
Vive, entonces, de aquel reconocimiento, que adereza con artículos para una
revista que juguetea entre la literatura y la veleidad social, recibiendo las
impertinentes quejas de unos personajes que, perseverantes, le importunan con
la pregunta de cuándo publicará su próximo libro. Gambardella conserva, sin
embargo, sus facultades intelectuales, su lucidez, y asume que esa decadencia
no es sólo creativa, sino moral. Lejos del intelectual al uso, su riqueza le
permite vivir la noche intensamente, cual dandi ocioso. Fiesta tras fiesta, la
realidad se confunde con la figuración, distanciándolo más de cualquier atisbo
de novedad prosística. Esa lucidez le concede la capacidad de apreciar la
frivolidad y vacuidad de su estilo de vida, al tiempo que sostiene la
sinceridad consigo y con el espectador, al no tratar de ocultar la apreciación
ni mostrar la hipócrita arrogancia de quien pretende dar lecciones a otros. Al
contrario, Gambardella, a la vez que critica con brutal honestidad la
hipocresía ajena, aquella que ha llevado a algún personaje a cobijarse bajo el
abrigo de una sofisticada automendacidad, fomenta el espíritu empático,
comprensivo con un modo de ser y de vivir que él mismo ha cultivado. No
obstante, Gambardella es un personaje cansado, agotado de tanta superficialidad,
egoísmo y vanidad insatisfecha, y comienza a incomodarse, sin disimulo, con la
pléyade de personajes con quienes, hasta el momento, ha compartido livianas
aficiones. La apatía y el inmovilismo se han instalado en sus vidas sin que
ninguno de ellos, salvo el protagonista, sumido en ese hundimiento personal, se
haya percatado. Por ello, Roma, la ciudad, se presenta al espectador como una
alegoría de esa decadencia y ese inmovilismo, del aburrimiento, de la fatuidad
de la constancia, del cansancio que se esconde bajo perennes destellos de
belleza infinita, cual máscara histriónica. Jep Gambardella, hastiado de la
insustancial involución y el consecuente estancamiento creativo, decepcionado
de la vida, sabedor de que, en verdad, él no es nada, mientras todo muere a su
alrededor, se sume en un diálogo interior, en la duda y en la desconfianza en
torno a su potencialidad narrativa, que le conduce a revelar al espectador la
razón por la cual no ha vuelto a escribir una novela: buscaba la gran belleza.
Esa deslumbrante belleza que lo inspiró en su juventud, y que, ahora sí, logra
entender que no ha visto ni sentido de nuevo. Será un extravagante personaje,
uno más del estrambótico cortejo áulico que lo frecuenta, quien le dé la
respuesta: «… las raíces son importantes», le dice. «Siempre se termina así,
con la muerte», concluye el protagonista, esto es dogma; entretanto, la novela,
como la vida, sólo es un truco, el gran artificio que empleamos para crear la
ficción que es nuestra propia existencia. Únicamente queda, pues, empezar a
escribirla.
He
disfrutado dos veces de La gran belleza,
y lo haré más. La considero una obra maestra cinematográfica, un clásico. Paolo
Sorrentino, para qué negarlo, es un director rococó, adora los excesos. Los
protagonistas derrumbados, con dificultad para discernir entre el aburrimiento
y la depresión. El recargamiento estilístico, la pintoresca estética, el culto
al cuerpo desnudo, la heterodoxia en el posicionamiento y el movimiento de la
cámara, el deleite en los espacios y la perspectiva. La parquedad, en
definitiva, de las intervenciones dialogadas en aras del cuidado morfológico,
sintáctico y semántico; de la plasmación de la introspección y la meditación
—cuasi filosóficas—. En aras de un predominio de la imagen, recreándose en cada
plano, y de la banda sonora, excepcional complemento a ese mundo aparentemente
perfecto. Sorrentino tiene una particular definición de película, del resultado
que debe ofrecerse al espectador. Las
consecuencias del amor (2004), Un
lugar donde quedarse (2011) o la reciente La juventud (2015) podrían saciar un muestrario. Pero La gran belleza, con su exquisita
elegancia y su trágica exploración del alma humana, saciará sus sentidos y sus
emociones.
Lucenadigital.com, 01 de agosto de 2016
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