La crisis golpeó duro, en su época. Haciendo
memoria, cuando España todavía estaba en la Champions League de la economía
internacional —según criterio de Jefatura del Gobierno—, el mundo se iba al
carajo. El planeta entero se iba de vareta, más bien, aquejado de cólicos
hipotecarios, pérdidas diarreicas inmobiliarias, que consumían multinacionales,
empresas grandes, medianas y pequeñas, expulsando empleados por la puerta
trasera, fruto de la incontinencia intestinal severa, consecuencia de la
maldita enfermedad. Porque era una enfermedad, en el fondo; de esas que ves
venir, pero desprecias, excusado en un carpe
diem engañoso o deshonesto, tratando de burlar el destino que tú mismo
habías forjado, a base de golpear, pum, pum, con perseverada infamia, el equilibrio
natural de las cosas. Y era una enfermedad, además, de naturaleza vírica, que
contagió rápidamente todos los sectores y estratos (la economía es una cadena,
cuyo primer y último eslabón terminan entrelazados), arruinando, desahuciando y
matando —sí— a cientos de miles de personas, las cuales perdieron trabajo,
hogar, patrimonio, sueños de bienestar y prosperidad. Generaciones enteras
sucumbieron al delirio de la adictiva riqueza, la desmedida avaricia y la
impúdica inmoralidad; condenando a las posteriores, a varias de ellas, al
ostracismo económico, a la triste emigración y a la derrota anticipada, puesto
que jamás podrían —ni podrán— aspirar a meta distinta que la de la mera
supervivencia diaria. Y gracias.
Aunque
exagero, con lo del ámbito planetario. Donde no hay, nada se pierde. Lo de la
crisis causó estragos en las zonas de opulencia. El «Tercer mundo» tal vez
profundizara en su miseria, si es que era posible hundirse en infraniveles de
mierda. Quiero decir que este mundo ya vivía en la crisis. Y, al contrario de
lo que pudiera parecer —hecho curioso que sorprendió a muchos—, siguió viviendo
y muriendo, olvidado, violado por el expolio y la ruindad de quienes cogieron,
recogieron y se largaron sin mirar atrás, a placer. Algo así, salvando distancias,
y no criterios de desfachatez, que ésta no discrimina razas o naciones, sucedió
en las zonas de opulencia. Empezaron a desear sin mesura. La codicia y la falsa
creencia de la igualdad entre todos los seres humanos, y demás pánfilos
panfletos de la ONU, prendió la sobrevalorización y la construcción de un mundo
idílico, donde nadie era menos que nadie, donde cualquiera aspiraba a renunciar
a los límites de propiedad y de clase. La burbuja se infló, con arrogancia,
egoísmo, envidia, sórdida ansia de insatisfacción de lo material. Se infló y se
infló, hasta que explotó, esparciendo su fracaso y el descrédito de su
hinchamiento.
Lo
que ocurrió fue que el repulsivo contenido burbujero no salpicó por igual. La
élite plutocrática, enriquecida por el choteo hipotecario, preponderante en el
gobierno por su condición acaudalada, halló la fórmula para multiplicar aquella
riqueza: la reducción de los costes de producción. En su estado, la élite
ricachona, podía haberse conformado con ganar dos en lugar de cinco (no dejaba
de ser ganancia), repartiendo los inferiores beneficios, sin acudir al despido
del personal. En cambio, prefirió mantener su calidad de vida, continuar
ganando cinco: despidos masivos, drásticos recortes de salarios, ampliación de
la jornada, precariedad contractual, marginación de derechos sociales y
laborales, mano de obra cuasi esclava. Ganancia de cinco que se elevó a ocho,
cuando aquella cadena alcanzó a la pequeña y mediana empresa y a los autónomos.
Destruida la competencia de los barrios, el día a día del consumo, se
conformaron los oligopolios y juguetearon con los márgenes de las materias
primas, ahogando y acallando, de paso, a los productores.
Hoy,
la crisis desprende un obsceno tufo. Acomodada a multiplicar su riqueza, la
crisis es la excusa perfecta para conservar los miserables salarios, las
jornadas interminables, la contratación denigrante, la expatriación de los
derechos. Y ya se encarga la plutocracia, que ampara a toda la élite de
ricachones, de salvaguardar el concepto en la conciencia general a través del
miedo. Pequeños amagos de caída en los mercados, pataditas con efecto a las
primas de riesgo, dudas en las valorizaciones del petróleo… Y discursos
políticos catastrofistas, que turban la opinión pública, recelando de la superación
de la crisis, mientras asustan con la venida del hombre del saco, del coco, del
lobo, del «Brexit» o de Merkel; mientras recuerdan lo mal que lo hemos pasado
el resto de ciudadanos (no ellos). Temores de unos y otros que inundan los
medios de información y redes sociales, conteniendo las esperanzas y las
reivindicaciones. Se sirve, con ello, a los escamosos ricachones, quienes
convencen con este método de la resignación laboral y del silencio frente a
cualquier exigencia que les obligue a reducir sus indecentes beneficios.
Disponen de un fiel instrumento: un político pusilánime, aterrorizado ante la
pérdida del sillón fabricado al molde de su culo por una plutocracia que
aguarda impaciente el estallido de la burbuja de la deuda.
Lucenadigital.com, 01 de julio de 2016
No hay comentarios:
Publicar un comentario