Me dice mi amigo Tito
que me estoy aburguesando. Ésta es la palabra exacta que me espeta. «Te estás
aburguesando, macho», me suelta, por las buenas. Estoy en su piso, descorriendo
las cortinas, para hospedar la luz crepuscular, condonada de la súbita intromisión,
por legítima, antes de encender la lámpara, y me quedo a medio camino del
final, mirándolo de soslayo, un tanto desconcertado. Espero una explicación,
sin ansiedad, confiando en satisfacer una curiosidad que, conociendo a mi
interlocutor, se torna insana. Casi suicida. Él se encuentra arrellanado en un
sillón mustio, que debió conocer tiempos mejores —y soportar culos mejores,
también—, la débil luz del ocaso lo incomoda, como si fueran rayos del amanecer
que lo sorprenden de frente. Lleva días encerrado en casa, al cobijo de la
iluminación artificial, aislado del exterior, entre libros y películas, sin
querer saber de nada ni de nadie. Misántropo hasta la médula, la sociedad le
importa un carajo, tan poco como su propia persona, y sólo su morbosa necesidad
de información justifica esporádicas incursiones por periódicos y telediarios,
a modo de guerra relámpago, no de desgaste. Sí, puede parecer una
contradicción, mas la misantropía no empece el conocimiento. Aprovecho su
chocante deslumbramiento para concluir la faena. A continuación, me giro en
busca de un asiento dispensado de la carga de libros, papeles, ropa sucia o
cachivaches ambiguos, que ni me molesto en determinar. La vivienda reclama con
desesperación una limpieza y una ventilación urgentes. Ubicado, me tomo unos
instantes para observar a mi amigo con detenimiento. Se me presenta demacrado,
como si llevara días sin comer en condiciones; el rostro macilento, secuestrado
por una barba indómita, eximida de la férrea disciplina del aseo cotidiano; un
pelo grasiento y desgreñado y una ropa arrugada y descompuesta, completan una
figura dejada de la mano del dios en el que crea. Si es que realmente cree el
alguno… A su lado, sobre la mesa, reposa, abierto boca abajo, respetando las
páginas por las cuales interrumpió la lectura, un libro que, desde mi posición,
no alcanzo a identificar. Me mira ahora con unos ojos enrojecidos, las pupilas
contraídas, y sus labios se escoran hacia un lado. Escruta mi pensamiento,
interpreta mis gestos, descifra mi preocupación. Ni él ni yo reaccionaremos,
lanzándonos sobre una solución. Nos conocemos lo suficiente como para saber que
no hay solución posible. Para ninguno. Así que él continúa a lo suyo: «Todos
esos artículos literarios, cinematográficos o biográficos de estos meses son
una mariconada», me aclara. El hijoputa. «Con la que nos ha montado la gentuza
de la política». Yo le confieso que no merecía la pena meterse en fregados,
cuando ellos mismos exponían sus miserias públicamente, sin tener que contratar
directores de campaña para el trámite. Tito se revuelve entonces en su asiento
y resopla, molesto. «¿Y qué cojones tiene que ver eso?», protesta. No le falta
razón. El espectáculo con visos de sainete chabacano, donde la hediondez del
arte (voz prestada de Cánovas) rezumaba desde la pútrida base de sus
principios, provocaba la repugnancia del más circunspecto de los hombres. El
resultado electoral de diciembre reclamó de la clase política un consenso, un
acuerdo de justos medios, donde todo el mundo cediera por un bien común
superior… Ah, desgraciadamente, los actores disfrutaban de múltiples
cualidades, salvo de clase. Los personajes intervinientes estaban faltos de la
categoría que las circunstancias requerían, indignos de una confianza histórica
—si unos votantes cada vez más entontecidos merecieran confianza—. Una
categoría moral, cuanto menos. Y alrededor de un concepto básico: patriotismo.
Desde luego, dos líderes acabados (un paria, defenestrado de las relaciones
políticas, y un perdedor, cuestionado en su propio partido por la debacle
electoral) siquiera podían aspirar a encabezar ni negociaciones ni
candidaturas. Máxime, si a sus izquierdas se encontraban con un dirigente
arrogante, ambicioso y descabelladamente utópico; y, entre ambos, otro de
hechuras quijotescas y sanas intenciones, aunque con un número de escaños a su
disposición escaso para tamaña empresa (no imaginemos que las hechuras y las
intenciones eran la consecuencia del número). La salida habría sido un tercer
candidato, de partido o no, de los dos mayoritarios o no. Y unas negociaciones
discretas. Pero tal salida demandaba de ese patriotismo que tecleaba arriba. Un
patriotismo que, en políticos de esa mezquina calaña, obsesionados con el poder
y con el prestigio perdido, protectores de su ego y adictos a las ruedas de
prensa, se antojaba empeño maldito. Los políticos de la Transición, en cambio,
cercados por un contexto convulso, de marcados extremos ideológicos, supieron
estar a la altura, íntegros, sin mirarse el ombligo. Algunos pagaron con deserción,
desplante y desaparición. Lo hicieron por el interés general. «Encima
—apostilla Tito—, nos han conducido a unas frustrantes nuevas elecciones… Y es
que los políticos de antaño rebajan a los actuales al decepcionante nivel de ineptos».
Lucenadigital.com, 1 de junio de 2016
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