A una bellísima morena, trabajadora competente
donde las haya, le han dado referencias acerca de los malditos horarios
laborales que gastamos en este país. Ella, muy de acuerdo con la chapucera
distribución hispana, toma nota y echa un vistazo a aquellas referencias, en la
cuales se emplea la expresión «calentar la silla», para englobar el tiempo en
el que el trabajador por cuenta ajena permanece en su puesto sin producir, sea
por haber cumplido objetivos, por estar preocupado en quehaceres personales más
trascendentes, por necesidad de disfrutar de familia y amigos, por estrés, por
cansancio o por simple desidia; siempre a la espera de que el jefe de turno
pille la puerta o de que llegue la ansiada hora de salida, para enfrascarse en
ocupaciones muy distintas, relegadas, precisamente, por no poder disfrutar de
un horario más flexible o más coherente con una digna conciliación laboral y
personal. Ocupaciones personales pendientes que se anteponen a las
profesionales, acaparando la concentración. Todo por carecer de un tiempo libre
distribuido con una armonía tal que conceda la oportunidad de iniciar una tarea
personal y concluirla a satisfacción. Pero este mezquino horario, con pausas de
almuerzo tan amplias y jornadas interminables que finalizan con la noche
cerrada, sólo azuza al trabajador a despreciar la vileza de una estructura
laboral exclusiva y erróneamente configurada para atender la productividad y
los beneficios del empleador, desdeñando el hecho de que esa productividad y
esos beneficios dependen directamente de unos empleados profesionales que se
encuentren a gusto e implicados con plenitud con la empresa y sus propósitos.
Entonces,
aquella morena me sugiere teclear —la elección del verbo es mía— sobre este
tema, con la condición (mas se me antoja advertencia malintencionada) de que lo
haga cuando tenga el ánimo con la adecuada carga de ira o indignación para
afrontar la faena como merece. Y claro, conocidos los precedentes (me remito a
hemeroteca, o como quiera que se llame a la sección, en este mundo digital), tampoco
hace falta demasiado, si la ocasión viene acomodada a ello. Preciándome de ser
un caballero (o eso voy a publicar), no queda sino atender el ruego de la dama.
La
estulta y absurda obsesión del empleador por controlar, a día completo, a los
empleados es la clave del conflicto. La vetusta, arcaica, apolillada obcecación
del empresariado español por la presencialidad, tan propia de tiempos
pretéritos, cuando la condición de hombre estaba ligada al trabajo y la de
mujer, a la asistencia del hogar y los hijos; cuando la única actividad en la
que invertir el tiempo era el tajo; cuando se carecía de derechos que
garantizaran la humanidad del empleado (bueno, esto casi como ahora); cuando se
hacía necesario trabajar de sol a sol y arrancar horas a la noche por un
salario indigno (vale, esto casi también como ahora; o sin el casi)… Añejas y
decrépitas, atávicas costumbres arraigadas en la mente de berroqueños
empleadores que no están dispuestos a modernizarse ni evolucionar, avanzando
hacia un nuevo estadio en el desarrollo de toda actividad profesional.
Incapaces de asumir que el empleado es el primer interesado en que la empresa
sea provechosa, porque esto es sinónimo de estabilidad, seguridad y
tranquilidad. Incapaces de asumir que, cuanto mejor sea la conciliación entre
la vida laboral y personal, mayor será el nivel de despreocupación individual,
allanando la separación entre ambas vidas e incrementando la felicidad. O
conquistándola. Pues ésta es la esencia que en España se torna en arcano: la
ansiada felicidad. El empleador, quien, mientras desprende su olor a rancio (en
lo que al sistema de trabajo de refiere… puede entenderse), dispone del fruto
productivo de su propiedad empresarial y de la libre distribución de su tiempo
(pocos serán los primeros en entrar y los últimos en salir, dando el callo como
posesos), golfeando a costa de esos desvalorados trabajadores que descuida con
indiferencia, todavía no asume que la virtud de una productividad óptima no
está en el esclavo control del empleado ni en la prisión de su presencialidad,
sino en su felicidad. Su aportación, predisposición, sintonía, complicidad,
rendimiento serán proporcionales a su felicidad.
Por
supuesto, cada empresa exigirá sus pautas. Aunque hasta las de servicios o
atención al público podrán adaptar la conciliación, racionalizar sus horarios
en aras de un bien común. Es cuestión de insertar la idea en la mente
colectiva. La reducción de la pausa del almuerzo, la flexibilización horaria,
el trabajo desde casa… Las fórmulas variarán por las circunstancias. Todo por
una superior calidad de vida. Al fin y al cabo, la vida es un suspiro incierto,
y tal vez el deseo no sea disfrutar de mansiones, coches lujosos o vacaciones
paradisíacas. Tal vez, como para la dama que me invita a teclear estas líneas,
el deseo sea la simplicidad de ser feliz… Desmesurada entelequia, si un jefe imbécil,
enrocado, te está continuamente jodiendo.
Surdecordoba.com, 1 de mayo de 2016
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