Tengo
una amiga en la que belleza e inteligencia confluyen en una exquisita armonía.
Clásica. Trabajadora incansable, pertinaz y eficiente, no solo obtuvo su
licenciatura, sino que domina varios idiomas, ha dedicado siete años a preparar
unas duras oposiciones y, comprobado que en eso de opositar hay más enchufes
que en la sede de Endesa, continua su formación con una serie de cursos,
sumando el estudio de alemán de consuno con una introducción al árabe —descubre
usted que, contrariamente al abajo firmante, no se pasa las horas muertas entre
escribanías—. La conocí en el instituto, hace dieciséis o diecisiete años y,
aunque ya no reside en la ciudad, mantenemos el contacto, por lo cual de vez en
cuando nos reunimos para actualizar cara a cara nuestra vida y obra.
En esto último andábamos hace pocas
noches. «¿Por qué no te marchas?», le pregunto cuando llegamos a lo del alemán,
mientras me llevo la bebida a los labios. Estamos en un local acogedor,
sentados cerca de una luz tenue, acompañados de una música desentonada con el
lugar, a la que no prestamos atención. «Fuera de España», añado, soltando el
vaso. «A Francia, Reino Unido o Alemania. Con tu preparación…». Ella me mira,
semblante grave, una mano en la copa y la otra asegurando su largo pelo negro
que ha recogido en una coleta. «¿Por qué voy a emigrar?», replica. «Aquí está
mi familia… Y ¿qué serían mis hijos? ¿Franceses o alemanes?». Aleja la mano de
su pelo, depositándola sobre la mesa. Baja los ojos, fijándolos entre los dedos
que empiezan a jugar, formando figuras invisibles sobre la tabla. Parece
perdida en sus propias reflexiones, procurando buscar una base sólida, capaz de
soportar sus propias convicciones; procede con determinación, como si yo lo
necesitara, como si ella misma lo necesitara. Entonces, alza una mirada limpia,
tranquila; retira un milímetro la copa, lo suficiente para no estorbar sus
movimientos. «Allí siempre sería una extranjera». Lo afirma con un dejo amargo
en la voz y un mohín melancólico en la comisura de los labios. Volvemos a
ampararnos en un cómodo silencio, conscientes de la realidad de nuestro cochino
destino, de la perra época que nos ha tocado vivir. Yo no puedo evitar orientar
mi visión hacia un punto indeterminado de la calle que se ve oscura, solitaria
a través de la enorme cristalera situada a la espalda de mi amiga, delante de
mí, incómodo por la verdad de sus palabras, llevando a la resignación su
obligada admisión; por mi propia impotencia ante su cruel situación, que es la
mía. Toda una vida de trabajo y sacrificio, buscando la excelencia, creyendo
que así nuestro futuro sería más provechoso, más fácil de labrar, para revelar
que la ecuación no tiene solución alguna. Y no la tiene porque una de las
incógnitas falla, es defectuosa en su origen: haber nacido en España. Esta
España ignorante, inconsecuente, cainita, egoísta y envidiosa que escupe al
intelecto a la cara y lo desprestigia con saña, arrinconándolo hasta agotarlo,
obligándolo a morir o huir lejos, fuera de sus fronteras. E, históricamente
indocta, lo hace generación tras generación, sin inmutarse, con jactancia
perversa y un desdén chulesco y orgulloso, satisfecha de sí misma.
Se habla mucho del paro juvenil, el
de los menores de veinticinco años; también el de los mayores de cuarenta. Sin
embargo, se nos olvida. Se olvida a la generación de treintañeros. Aquellos que
siguieron formándose porque, en un mercado sobrecargado de licenciados, este
título era ya insuficiente. Aquellos que optaron, que optamos por unas
oposiciones dignas de nuestra capacidad, sea por vocación de servicio o por
estabilidad laboral. Aquellos que solo pudieron saltar de unas prácticas no
remuneradas a otras, o desarrollar oficios miserables para su cualificación,
previa falsedad a la baja del currículo. Aquellos que se han quedado en medio
de una crisis totalmente previsible y evitable. Aquellos, en fin, que se han
visto obligados a emigrar, víctimas de esta enfermedad exclusivamente española,
la cual se reproduce en la progenie nacional como un cáncer incurable, dejando
el territorio huérfano del conocimiento imprescindible para su crecimiento.
Unas adolescentes irrumpen en el
local. Llevan móviles con cámara y los flashes rompen por instantes el
claroscuro del interior. Se fotografían, felices, ingenuas, ignaras como ellas
mismas. Una pareja pasea abrazada por la calle. Los sigo por la cristalera. A
mi altura, se detienen y se besan. Es un beso suave, corto, en los labios;
después, prosiguen su camino sin separarse. La noche es cada vez más profunda,
ensombreciendo nuestros pálidos semblantes. De nuevo dentro, la música es
absurda, detestable. Molesta el cómplice mutismo. De repente, ella amaga un
movimiento que atrae mi atención. Se ha retirado de mí, sus ojos color
almendra, grandes, brillantes, clavados en los míos, desafiante; su pose se
muestra cargada de confianza. En ese momento suelta una frase que resume su
propia vida, su manera de ser, de pensar y de actuar: «Además, nadie va a
echarme de mi país». Habla en serio, lo sé. Irreductible. Hasta sus últimas
consecuencias. Quizá por ello respaldo su rotunda confesión con media sonrisa y
un movimiento de cabeza.
A partir
de ahí, la conversación decrece hasta desaparecer. No es necesario añadir nada
más, nos lo hemos dicho todo. Un futuro incierto, y poco agradable, nos espera.
Familiar lucidez ésta.
surdecordoba.com, 5 de marzo de 2011.